Veréis, conocí a en una ocasión a una niña
que poseía una gran imaginación. Por las calles empedradas siempre caminaba,
viendo en uno y otro lado cosas fantaseadas. ¡Aquí un hada, allí un dragón, al
final del camino un príncipe vestido de blasón! Ella era feliz viviendo así,
leyendo por las noches y soñando por el día, viendo despierta las maravillas de
sus historias preferidas. De la realidad poco le interesaba, disfrutaba mucho
más de su verdad inventada.
Pero seguramente como ya sabréis, la
desgracia, tarde o temprano, aparece siempre y siempre es destemplada. Y es que
una mañana al despertar, su padre le esperaba en la sala de estar, con
semblante de gran tristeza, como guardando un gran pesar. “Mi querida hija, tu
madre nos ha dejado. Ya no ha sido capaz de soportar más su enfermedad”.
La niña, apesadumbrada, salió corriendo para
refugiarse en su lugar especial, un claro en medio del bosque con una cascada
por la que corría agua de manantial. Allí lloró durante días, sin ninguna
compañía, pues tan escondido estaba aquel paraje que imposible era de encontrar,
a menos que alguien te lo mostrara con anterioridad. Dio la casualidad que, a
la niña, fue su madre la que se lo enseñó en primer lugar.
Al quinto amanecer los rayos del sol le
despertaron de su letargo y aún abatida fue regresando a casa paso a paso, ya
sin llorar, pues después de cinco días no le quedaba ni una lágrima que
derramar.
Por el camino comenzó a pensar en sus cuentos
y en sus historias, en las mil veces leídas y recordadas, en cómo cobraban vida
una vez puestos en marcha, vagando libres por la mente y por el alma. “¿Y si…?
¿Y si…?” ¿Y si le escribía a su madre una historia en la que le convertía en otra
cosa, dándole una nueva vida, quizás de heroína, para que ninguna enfermedad le
quitara la energía? La gente la leería y a su madre recordarían, dándole mil
aventuras dependiendo de cómo imaginaran la continuación de su vida. La cuestión
es que así nunca moriría.
A esta idea se aferró durante los siguientes
meses, intentando buscar el personaje idóneo para su madre, esplendorosamente. Finalmente
lo vio claro. Un águila rapaz, que volara alto, alto sin parar, sin nunca
descansar. Un depredador al que jamás, nadie, podría cazar. Y así le escribió
una historia, y otra y otra. Y no solo una historia sino un mundo, una realidad
para ella sola.
Con el tiempo y los años esta niña fue
creciendo, y los rigores del universo hicieron que más seres queridos fuera
perdiendo. Con todos ellos hizo lo mismo, añadirles a ese mundo infinito y
paralelo. Así vivirían para siempre, pues para entonces la niña ya esa
escritora afamada y con carrera. Miles de personas por todo el mundo conocían sus
historias. Miles de personas daban vida a sus criaturas ilusorias.
Ya llegando a la ancianidad empezó a sentirse
mal, preocupándose de más por quién contaría su historia después de su propio
final, por quién le haría inmortal, por quién le abriría el pasaje hacia aquel
mundo universal. Tan preocupada estaba que ella misma empezó a escribirla,
hablando de una puerta especial que solo con los ojos cerrados, los mortales podrían
vislumbrar. En esta tarea estaba, en mitad de la frase final, cuando la muerte
le sobrevino de repente, sin dejarle terminar, sin dejarle decidir qué nueva
existencia habría de llevar.
Por eso escribo estas líneas, porque sé que
no hacía falta para ella, el convertirse en algo más. Solo la puerta necesitaba
para llegar a ese otro lugar, tan especial. Una puerta que solo con los ojos
cerrados los mortales podrán vislumbrar, ubicada en el claro de un bosque,
presidido por una cascada de agua de manantial, imposible de encontrar a menos
que alguien te lo muestre con anterioridad.
Qué historia más bonita y qué imaginación la tuya, tanta como la protagonista. Sigue así Sara. Precioso
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