Hoy es 13 de abril de 1912. Tres días llevamos bordo. Es
impresionante. Recordaré este viaje el resto de mi vida porque gracias a él, yo,
junto con las otras 2222 personas que vamos a bordo, formaremos parte de la
historia. Sí, seremos recordados como los primeros pasajeros del buque más
grande del mundo, el Titanic. Hasta el nombre crea admiración entre aquellos
que lo escuchan.
Cuando mi padre me contó que
dejaríamos las superpobladas tierras de Inglaterra, donde ya no quedaba nada
para nuestra familia, me alegré. Me alegré tremendamente. Pero cuando me dijo
que lo haríamos a bordo del Titanic, creí de verdad que mi corazón explotaría
de deleite.
Por tres años habíamos leído con avidez en el periódico cómo progresaba la construcción de la nave. Había sido una pequeña tradición sentarnos junto al fuego y escuchar la ronca voz de mi padre relatarnos cada artículo, por corto que fuera, sobre el legendario barco.
Por tres años habíamos leído con avidez en el periódico cómo progresaba la construcción de la nave. Había sido una pequeña tradición sentarnos junto al fuego y escuchar la ronca voz de mi padre relatarnos cada artículo, por corto que fuera, sobre el legendario barco.
Y ahora yo estoy en su cubierta,
rumbo a América, continente que ya todos conocen como la tierra de las
oportunidades. Miro hacia arriba y veo a
varios individuos de primera clase, con sus elegantes ropas y sus cuidados
modales asomados a la barandilla. Sonrío. En la nueva tierra yo tendré los
mismos privilegios y ventajas. Ya no habrá distinción entre nobles y plebeyos,
y yo podré equipararme a todos ellos. Incluso podrá haber un día en el que mi
fortuna supere la suya. Nada es imposible en el nuevo mundo.
Vuelvo la mirada a mi entorno
inmediato y veo a mis hermanos pequeños Michael y George de 7 y 5 años jugar a
pillarse entre los bancos. Son pura vitalidad. Por supuesto yo a mis 15 años ya
no puedo acompañarles. Soy casi un adulto y debo comportarme como tal. Solo tengo
que vigilarlos, tarea común entre los hermanos mayores.
14 de abril de 1912. Ha amanecido con un sol radiante, formando
extraños y preciosos colores en el horizonte, justo donde el cielo se junta con
el mar. Pero madre, que frío hace. De mi boca salen bocanadas de aire blanco.
Espero llegar pronto. Solo quiero ver cómo es América, si realmente se
corresponde la realidad con las historias que nos han contado. Bueno no tendré
que esperar mucho. Por los pasillos corre el rumor de que el capitán ha
aumentado la velocidad. Sin embargo me da pena abandonarlo. Vivir en él es como
un sueño. Los días pasan rápidos a bordo del Titanic.
Se hace de día y en seguida es de
noche. Como hoy, que entre paseos por cubierta y entretenidas veladas, ya ha
llegado la hora de irse a la cama. Las olas chocan contra las paredes y nos
mecen hasta que quedamos dormidos. Hasta en eso es mágico el Titanic.
Sin embargo, hacia la medianoche,
se oye un golpe fuerte y el barco se tambalea por unos segundos. Al menos esa
es la sensación que produce. Todo el mundo sale al pasillo, alarmada. También
mi padre. Él sube a cubierta para preguntar por lo sucedido y me encomienda a
mí el cuidado de mi madre y mis hermanos. Lo habitual. Yo sé que no puede ser
tan grave. Nada puede dañar al Titanic. Los adultos se preocupan demasiado.
Mis pensamientos quedan
demostrados cuando vuelve mi padre, afirmando que hemos rozado un iceberg, pero
que el problema no pasa de ahí. Que ya está todo arreglado. Los empleados lo confirman cuando nos indican
que es mejor que nos vayamos todos a dormir. Yo obedezco sin rechistar, estoy
muy cansado.
En lo que parece un instante me
vuelven a despertar. Es mi padre zarandeándome y diciéndome que me de prisa,
que tenemos que salir del camarote, y subir arriba, donde están los botes
salvavidas. ¿Botes salvavidas? ¿Para qué demonios necesitamos los botes salvavidas?
Pienso, pero sigo sus instrucciones. Cojo a mi hermano George mientras mi madre
despierta a Michael. Todos nos dirigimos a la salida. Es un caos. La gente corre
en todas las direcciones. Cunde el pánico. En las escaleras hay un tapón de personas,
cuya desesperación les lleva a empujarse a pesar de que la reja cerrada es
claramente visible. Los mismos empleados que nos dijeron anteriormente que nos
fuéramos a dormir son ahora los que impiden que salgamos a cubierta. Dicen que
primero tenemos que calmarnos.
Yo me preocupo por no dejar caer
a George. La gente me aplasta contra la fila de delante, pero no avanzamos ni
un milímetro. Al final mi padre consigue abrirse camino. Es un hombre
corpulento. Su actuación y su discusión con el camarero del barco me llenan de
orgullo. Pero el razonamiento no funciona y al final, perdida la paciencia, le
agarra de la camisa y exige que abra la reja. Yo sé, como todos los que estamos
allí, que no lo va a soltar hasta que haga lo que le está ordenando. El hombre
también lo sabe, así que hace lo dicho. Saca las llaves de su bolsillo y en un
movimiento que parece eterno, introduce la llave en la cerradura y desbloquea
el cierre. Todos salen en tropel. Si no llega a ser por mi madre, que me sujeta
por el brazo, George y yo habríamos caído al suelo, arrollados por esa
estampida de gente.
Finalmente conseguimos reunirnos
con papá. Y ya, sí, alcanzamos la cubierta. El aire frió me corta como un
cuchillo justo al cruzar por la puerta. Hace más frío que ningún día. La
sensación se acentúa porque justo cuando pisamos los tablones de afuera, las
luces del barco, que lleva parado un buen rato, se apagan. Todo queda a oscuras
por un instante. Luego, la vista se acostumbra a la claridad proporcionada por
la luna. Es una noche despejada.
Tenemos suerte. Hay un bote justo
delante de nosotros, medio vacío. Un teniente está gritando que mujeres y niños
primero. Nos ve. Y gracias a Dios nos llama. Subo a George mientras mi padre
ayuda a Michael. Cuando voy a montar veo que mi padre no nos sigue, y a pesar
de que el teniente urge a mi madre para que también suba, tampoco lo hace. Si
ellos no van a ir en el bote entonces yo tampoco, y así se lo digo. Pero mi
padre insiste en que encontrarán otro, que no me preocupe. De momento mi deber
es cuidar de mis hermanos hasta que todos podamos reunirnos de nuevo. Estoy
reticente. No quiero dejarlos. Pero no puedo por más que fiarme de sus
palabras. Si mi padre me dice que nos reuniremos más tarde es que nos
reuniremos más tarde. Así que monto en el bote y abrazo a mis hermanos para
darles calor. Entonces empiezan a arriarlo. Alzo la mirada para ver como los
rostros de mis padres se van haciendo cada vez más pequeños, más distantes.
15 de abril de 1912. 2 de la mañana. Es el infierno. No hay otra
forma de describirlo. El infierno en el barco que unas pocas horas antes yo
había considerado el cielo. Un buque indestructible, imposible de hundir. Qué
irónico parece ahora. Ahora que en la distancia se oyen los gritos de cientos
de personas intentando encontrar una salida. Imposible. Ya no queda ningún
bote. Rezo para que mis padres hayan conseguido, como me prometieron, encontrar
una forma de abandonar el Tintanic. En el fondo lo dudo mucho. No son cobardes.
No se subirían siempre que hubiera alguien que lo necesitara más. Y para
entonces ya todos sabemos cuál es la gran tragedia. No hay botes ni para la
mitad. Dios mío, ni para la mitad. En el momento que me lo dijeron no podía
creerlo.
Ahora Michael me dice que tiene
mucho frío. Pregunta dónde está mamá. Dios mío ¿qué le contesto? Los minutos
pasan lentamente. Es como una pesadilla. Atónitos somos testigos de cómo la
proa, completamente inundada, va hundiéndose hacia el fondo, arrastrando consigo
la popa. El barco se parte. ¡El indestructible Titanic se parte! Y en los
instantes siguientes la popa desaparece, siguiendo a la proa hasta el fondo del
mar.
En los botes todos estamos
callados, hipnotizados por los condenados que aún están vivos en el agua
helada. La gente a mi alrededor empieza a intentar organizarse. Quieren volver
para rescatar a los que puedan. Estoy paralizado. No puedo ni pensar.
En las horas siguientes los
gritos se van apagando hasta que el silencio más profundo los reemplaza. Mis
hermanos están recostados, cada uno a uno de mis costados. Mis brazos aún
rodean sus hombros, intentando darles calor. El sol comienza a salir. Yo miro
al horizonte, hacia el oeste, a América. Un nuevo ímpeto resurge en mi corazón,
que por las pasadas horas estuvo aletargado, casi muerto. Mirando hacia esa
tierra nueva me reafirmo en mi convicción de cumplir la última promesa que hice
a mi padre. Cuidar de mis hermanos y asegurarme de que todos tengamos un
futuro. Es lo que ellos hubieran querido.
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