‘Esta noche morirás’ dijo la voz,
desagradable y rasposa como nunca la había oído. Venía de la nada, bueno más
bien de una sombra, aún más oscura que el paraje que la rodeaba. Por supuesto,
tras tamaña declaración me desperté. Estaba de nuevo en mi habitación, aunque
con tal desasosiego que no pude por menos que encender la luz, pues las sombras
de mi cuarto se me hacían cada vez más grandes, más apabullantes, y sobre todo,
con forma cada vez más humana.
No podía soportar tanta negrura
rodeándome. Gracias a Dios, la lámpara no me falló, y se encendió sin ninguna
tardanza y sin ninguna reverberación. Vale, podía calmarme, en mi habitación no
estaba nadie más que yo. Tampoco podría haber sido de otra manera, me dijo una
voz algo más racional en mi cabeza. Al fin y al cabo la puerta estaba cerrada
con llave y doble pestillo. Cuánta seguridad, podríais pensar. Y es verdad,
pero tengo mis motivos. Todos sabemos que es la noche la que oculta las mayores
atrocidades y miedos, las pesadillas y los temores. Todo lo malo ocurre de noche.
Desgraciadamente, también lo más
maravilloso ocurre de noche. Solo de noche se ven las estrellas, solo de noche
se aprecia la luna, pero más que la luna, las extrañas y mágicas formas que
crea con su luz. Solo de noche ocurren los milagros, puesto que es bajo la luz
mortecina cuando las cosas más fantásticas tienen lugar. Es la oscuridad la que
evita que interfiera la indiferente mirada humana, cuya naturaleza es tan
cambiante como el mar.
Ya era casi la hora. El reloj
pronto daría las dos de la madrugada. Tenía que prepararme o me lo perdería. A
pesar de que la noche me producía pavor, a mí, que sí sabía lo que se oculta
entre las sombras, lo que habría de pasar valía el riesgo. Me vestí rápidamente
y salí a las calles empedradas, cogiendo el camino que habría de llevarme al
precioso parque de la cuidad. Salté la valla que lo rodeaba y ya cercana al
centro de la arboleda más tupida, me escondí entre los matorrales, mirando
hacia el claro, esperando.
Pronto aparecieron. Primero
llegaron en parejas, luego en cuartetos, y al final en grupos tan amplios que
no era posible contarlos. Tenían formas extrañas, raras mezclas de humanos y
otras criaturas. Cada uno elegía lo que quería ser, cómo quería ser. Allí
agazapada presencié los ritos tradicionales, los que cada luna llena llevaban a
cabo con respetuosa devoción. El último de ellos, encender una hoguera,
hermosa, preciosa, de llamas enormes, capaces de lamer la cúpula celeste.
Entonces, todos miraron al cielo. Yo también lo hice, y a pesar de que no vi
nada porque las hojas de los árboles me lo tapaban, supe con exactitud qué es
lo que observaban. Una nueva estrella, que nacía en ese mismísimo instante, en
el lugar más oscuro del firmamento.
Entonces dirigí mi mirada hacia
la hoguera, esperando para que terminara el hermoso ritual. De las llamas
flameantes habría de salir una nueva criatura, semejante y diferente a todas
las demás. Más, en esta ocasión, el suceso no aconteció como correspondía. Y en
lugar de eso, todos al unísono se volvieron hacia donde yo estaba, mirando
fijamente el lugar que me ocultaba. Una voz, rasposa y desagradable, pero
extrañamente reconfortante, se alzó entre las demás y dijo ‘esta noche morirás’.
Antes de que mi corazón pudiera siquiera reaccionar ante tamaña declaración una
llama, de color verde azulada, nació de entre el resto y como si tuviera vida
propia me envolvió de la cabeza a los pies. Y, efectivamente, en el sitio más
oscuro, rodeada por la luz más brillante, morí. Lo último que recuerdo es su
rostro, el de la criatura que me sentenció, con aquella sonrisa extraña en sus
labios, a la vez maquiavélica y con ternura. Sí, mi último pensamiento fue, ‘qué
extraña forma de dibujar una expresión…’.
Fue entonces cuando desperté.
Alguien me zarandeaba del hombro mientras me decía ‘esta noche ya cerramos,
esta noche ya cerramos…’. La voz rasposa de nuevo, que tediosa se había vuelto.
Abrí los ojos y delante de mi cara había un vigilante malhumorado, que supuse
querría irse ya a su casa. Y entonces me acordé, estaba en el museo, apreciando
uno de los cuadros de Piero di Cosimo, el afamado pintor cuatrocentista
italiano. El cuadro en cuestión era ‘el descubrimiento de la miel’, una bacanal
de extrañas criaturas con sus cuerpos formando siluetas de lo más retorcidas.
Dios, qué cansada estaba. Había sido
mala idea eso de acudir al museo después de haber pasado la noche retorciéndome
en oscuras pesadillas. Pero había querido distraerme, después de tamaña velada
pasada en continua tortura.
Empecé a regresar a casa, y
decidí coger el atajo que atravesaba el parque de la ciudad. Eso me ahorraría
al menos diez minutos. No estaba muy bien iluminado, la verdad. Varias farolas
estaban fundidas, dejando el camino casi en completa oscuridad. Menos mal que
había luna llena esa noche y que proporcionaba algo de claridad a la
impenetrable espesura de árboles y arbustos. A pesar de la escena, que puede
parecer algo tenebrosa, yo iba tranquila pérdida en mis pensamientos y en mi
música.
Fue entonces cuando me atacó. Una
sombra, salida de la más impenetrable negrura. Solo quería mi bolso, un interés
bastante mundano, la verdad. Mientras caía, pérdidas las fuerzas, solo pensaba en
cuánta decepción causaba que hubiera sido un encuentro tan terrenal. Después de
tanto sueño y maravilla esperaba que al menos fuera una criatura de fiereza sin
igual. Pero no fue así, al menos durante
un pequeño instante. Porque tendida como estaba en el suelo mirando hacia el
cielo, mientras la vida se me iba por la sangre de la herida mortal que su
navaja había abierto, fui la única testigo de un fantástico suceso. En el lugar
más oscuro, se encendió, como una lámpara de fuego, la estrella más brillante
del firmamento. Y entonces, sí, sonriendo, morí esa misma noche, presenciando,
con mis propios ojos, tamaño milagro.
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