Ese día comenzó de forma bastante desastrosa.
Nuestra intención era pasar toda la mañana con los niños del Paraíso,
organizándoles juegos y dándoles regalitos. Todo con el fin de hacer una gran
despedida y que nos recordaran con cariño.
Pero va Gloriela, la maestra y directora, y muy tempranamente llama a Julián para avisarle de que ese día no iba a abrir la escuela. ¿Qué? Menuda indignación nos entró. Lo normal. Para el último día que podíamos pasar con ellos, disfrutarlo al máximo e irnos con un buen sabor de boca, va y nos lo chafa.
Pero va Gloriela, la maestra y directora, y muy tempranamente llama a Julián para avisarle de que ese día no iba a abrir la escuela. ¿Qué? Menuda indignación nos entró. Lo normal. Para el último día que podíamos pasar con ellos, disfrutarlo al máximo e irnos con un buen sabor de boca, va y nos lo chafa.
Así que cambiamos un plan que llevábamos
esperando una semana por otro que no nos atraía lo más mínimo. Volvimos a
acompañar a Julián a hacer algunas visitas por las casas. No sé yo si era
porque ya nos íbamos, porque estábamos cabreadas por no poder ir al Paraíso o
porque simplemente no resultaron tan interesantes… pero lo cierto es que esa
mañana no fue tan refrescante como la primera, cuando conocimos a Vevis, a
Lucho a Johelis… Nada, no tuvo nada que ver.
Por lo menos por la tarde sí que pudimos ir a
despedirnos con auténtica propiedad al “Sedán”. Cuando ya era hora de
marcharse, pensando que ya poco podíamos hacer para entretenerlos los treinta
minutos que quedaban, son ellos mismos los que nos deleitan con una sorpresa de
lo más entrañable. A cada una nos habían comprado un bolsito típico de los
ngobes, pero eso no es lo importante. Y es que a eso le siguió una serie de
palabras, discursos e incluso canciones por parte de los señores que de verdad
que nos llegaron al corazón. Desde luego no mentíamos cuando decíamos que nunca
les olvidaríamos. Precisamente por esa razón, esa tarde, Teresa y yo nos
bajamos en cada una de las paradas que hace el busito todas las tardes durante
la vuelta, solo con la finalidad de dar un fuerte achuchón a cada uno de los
ancianos que íbamos dejando en sus casas.
Ese día poco más pasó. Simplemente que ya nos
tocó hacer las maletas. Cada vez se acercaba más el momento en que la gran
experiencia acabaría. Lo cierto es que ordenar de nuevo todas las cosas fue un
poquito difícil. Una aclaración importante, la habitación era pequeña. Pues
imaginaos a nosotras dos dando tumbos por aquí y por allí recogiendo que si una
camiseta, que si unos pantalones, que si el chubasquero… además, no sé por qué,
pero daba la sensación de que la maleta volvía más llena de lo que la habíamos
traído. Hombre, metimos algún que otro regalo y demás, pero no es como si nos
llevásemos todos los productos en venta de Chiriquí…
Ya para terminar, nos comimos una típica
comida panameña. Empanadillas, pollo frito y hojaldras. Todo comprado en el
puestecito de fritos de al lado de nuestra casa, que no probamos hasta ese día…
ojalá, en serio, ojalá lo hubiéramos descubierto antes.
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