miércoles, 13 de agosto de 2014

Día 30

Ese sábado lo llevaba esperando desde hacía una semana, básicamente desde que me enteré de lo que íbamos a hacer. El plan era ir… ¡al Caribe! A ese mar lleno de islitas, de playas con arena más blanca que la nieve y aguas tan cristalinas que puedes ver con todo detalle el fondo. Ahora os daréis cuenta de por qué tenía tantas ganas yo de que llegara el sábado.

El único impedimento que tuvimos en el camino fue un gracioso árbol que había decidido esa noche para caer sobre la carretera. De tal manera que a una media hora de nuestro destino nos encontramos con una caravana de coches de lo más interesante, algunos de los cuales llevaban esperando desde la madrugada. Lo bueno que al llegar más tarde no tuvimos que esperar tanto hasta que lo retiraron.
La verdad es que cuando arribamos al destino, la primera impresión no puede decirse que fuese fascinante, precisamente. He olvidado mencionar que la zona del Caribe a la que fuimos, San Blas, se encuentra bajo el control de los Kuna Yala, otra de las tribus indígenas de Panamá.  Lo gracioso de este pueblo es que saben explotar a la perfección la curiosidad y ansias de experiencias de los turistas (cobran por todo, poco más y cobrarían por hacer pis) pero luego son más pobres incluso que los ngobes, o por lo menos lo parecen.

Lo primero que ves es una playa llena de pequeñas barcas, preparadas para llevar a los visitantes a esta o aquella isla. Lo segundo, la basura. Botellas, plásticos, latas por todas partes. En la arena y en el agua. Y lo cierto es que es así en todas las islas. La magia de un paraje perfecto queda empañada cuando ves basura amontonada en un rinconcito o simplemente pululando alrededor de la isla, flotando sobre las olas. El caso es que además los indios echan la culpa a los turistas. Seguramente que nosotros algo sí que ensuciamos, pero vistas las cantidades que había, es imposible que todo sea por nuestra causa. El problema es que los Kuna Yala están acostumbrados a arrojar toda su basura al mar. Antes no importaba porque todo era orgánico. Sin embargo el plástico no desaparece por arte de magia y eso es lo que parece que no acaban de entender. Al final, en parte, sí es culpa de la civilización el hecho de que vivan entre mierda (con perdón).
Bueno, dejando a un lado ese pequeño inconveniente, lo demás era como un sueño. En barca nos llevaron a una isla para cambiarnos y de allí… ¡al medio del mar para bucear! Estaba muy ilusionada. Nunca había buceado antes, ni siquiera en el pantano del pueblo. Fue una auténtica experiencia. Sí, solo fue con tubo y gafas, pero seguía siendo algo nuevo. Hasta conseguimos ver una manta. Después de toda la mañana flotando en la superficie como medusas fue todo un logro. Aunque lo cierto es que todos los peces que vi, por muy normales o pequeños que fueran, me parecieron una maravilla.
Después de toda la mañana explorando los misterios del gran océano fuimos a comer a la misma islita de antes. Ya bajo la sombra degustamos bocadillos de embutido que me supieron a gloria. Lo peor de todo fue cuando me di cuenta de que me había quemado. Gracias a estar todo el día bajo el sol abrasador mi espalda había adquirido un atractivo color cangrejil. Es broma, no era atractivo (menuda noche pasé).
La última parada antes de volver fue la comunidad. Es así como los Kuna Yala llaman a las islas donde viven. Lo cierto es que no entiendo cómo teniendo cientos de ellas y parte del continente a su disposición habitan todos hacinados en la misma, llena a rebosar de casas, hechas de madera, con continuas corriente de aire, suelo de tierra, siempre húmedo y con hamacas a modo de camas. El “paraíso” para nuestro guía. Es algo impresionante. Parecía, literalmente, un vertedero. Los cuartos de baño, por ejemplo, consistían en simples cubículos dispuestos directamente sobre el agua. Y eran utilizados, los mismos, por todos los habitantes de la comunidad. Y lo peor de todo es que ellos consideran que viven bien. La verdad que no sé qué hacen con el dinero que obtienen de los visitantes.
Y después de esa última experiencia y no sin antes comprar unos cuantos centollos para acompañar la langosta y una especie de enorme caracola que habíamos obtenido anteriormente, nos pusimos en camino hacia Panamá Ciudad. La cena me encantó. Nunca había probado la langosta antes. Estaba riquísima. Bueno lo cierto es que todo lo estaba. Los centollos y la yuca también. Una buena cena de despedida. Había que aprovecharla, era la última. 

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