Ese sábado lo llevaba esperando desde hacía
una semana, básicamente desde que me enteré de lo que íbamos a hacer. El plan
era ir… ¡al Caribe! A ese mar lleno de islitas, de playas con arena más blanca
que la nieve y aguas tan cristalinas que puedes ver con todo detalle el fondo. Ahora
os daréis cuenta de por qué tenía tantas ganas yo de que llegara el sábado.
El único impedimento que tuvimos en el camino
fue un gracioso árbol que había decidido esa noche para caer sobre la
carretera. De tal manera que a una media hora de nuestro destino nos
encontramos con una caravana de coches de lo más interesante, algunos de los
cuales llevaban esperando desde la madrugada. Lo bueno que al llegar más tarde
no tuvimos que esperar tanto hasta que lo retiraron.
La verdad es que cuando arribamos al destino,
la primera impresión no puede decirse que fuese fascinante, precisamente. He olvidado
mencionar que la zona del Caribe a la que fuimos, San Blas, se encuentra bajo
el control de los Kuna Yala, otra de las tribus indígenas de Panamá. Lo gracioso de este pueblo es que saben
explotar a la perfección la curiosidad y ansias de experiencias de los turistas
(cobran por todo, poco más y cobrarían por hacer pis) pero luego son más pobres
incluso que los ngobes, o por lo menos lo parecen.
Lo primero que ves es una playa llena de
pequeñas barcas, preparadas para llevar a los visitantes a esta o aquella isla.
Lo segundo, la basura. Botellas, plásticos, latas por todas partes. En la arena
y en el agua. Y lo cierto es que es así en todas las islas. La magia de un
paraje perfecto queda empañada cuando ves basura amontonada en un rinconcito o
simplemente pululando alrededor de la isla, flotando sobre las olas. El caso es
que además los indios echan la culpa a los turistas. Seguramente que nosotros
algo sí que ensuciamos, pero vistas las cantidades que había, es imposible que
todo sea por nuestra causa. El problema es que los Kuna Yala están
acostumbrados a arrojar toda su basura al mar. Antes no importaba porque todo
era orgánico. Sin embargo el plástico no desaparece por arte de magia y eso es
lo que parece que no acaban de entender. Al final, en parte, sí es culpa de la
civilización el hecho de que vivan entre mierda (con perdón).
Bueno, dejando a un lado ese pequeño
inconveniente, lo demás era como un sueño. En barca nos llevaron a una isla
para cambiarnos y de allí… ¡al medio del mar para bucear! Estaba muy
ilusionada. Nunca había buceado antes, ni siquiera en el pantano del pueblo. Fue
una auténtica experiencia. Sí, solo fue con tubo y gafas, pero seguía siendo
algo nuevo. Hasta conseguimos ver una manta. Después de toda la mañana flotando
en la superficie como medusas fue todo un logro. Aunque lo cierto es que todos
los peces que vi, por muy normales o pequeños que fueran, me parecieron una maravilla.
Después de toda la mañana explorando los
misterios del gran océano fuimos a comer a la misma islita de antes. Ya bajo la
sombra degustamos bocadillos de embutido que me supieron a gloria. Lo peor de
todo fue cuando me di cuenta de que me había quemado. Gracias a estar todo el
día bajo el sol abrasador mi espalda había adquirido un atractivo color
cangrejil. Es broma, no era atractivo (menuda noche pasé).
La última parada antes de volver fue la
comunidad. Es así como los Kuna Yala llaman a las islas donde viven. Lo cierto
es que no entiendo cómo teniendo cientos de ellas y parte del continente a su
disposición habitan todos hacinados en la misma, llena a rebosar de casas,
hechas de madera, con continuas corriente de aire, suelo de tierra, siempre
húmedo y con hamacas a modo de camas. El “paraíso” para nuestro guía. Es algo
impresionante. Parecía, literalmente, un vertedero. Los cuartos de baño, por ejemplo,
consistían en simples cubículos dispuestos directamente sobre el agua. Y eran
utilizados, los mismos, por todos los habitantes de la comunidad. Y lo peor de
todo es que ellos consideran que viven bien. La verdad que no sé qué hacen con
el dinero que obtienen de los visitantes.
Y después de esa última experiencia y no sin
antes comprar unos cuantos centollos para acompañar la langosta y una especie
de enorme caracola que habíamos obtenido anteriormente, nos pusimos en camino
hacia Panamá Ciudad. La cena me encantó. Nunca había probado la langosta antes.
Estaba riquísima. Bueno lo cierto es que todo lo estaba. Los centollos y la
yuca también. Una buena cena de despedida. Había que aprovecharla, era la
última.
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