Las Lajas nos esperaba. Ese día tocaba enseñar
algo de gramática, después de tantos días dando vocabulario. Por lo menos que
aprendan a construir alguna frase, por muy sencilla que esta sea.
Como siempre, dar clase a los de cuarto fue
un auténtico placer. Cada día son más participativos, más atentos y por lo
menos se acuerdan de alguna que otra palabra. No me puedo quejar porque por lo
menos escuchan. Ahora entiendo muy bien a mis profesores cuando se desesperaban
por mi charla constante en clase.
Luego llegó quinto. Ay los de quinto. Desde luego
no se esperaban lo que entró ese día por la puerta. A ver, no me volví un ogro,
eso nunca. Pero sí tengo fama de borde (muy borde cuando me apetece) y fue eso
lo que utilicé para imponerme en esa clase. Ellos no tenían ganas de aprender,
pues yo no tendría ganas de enseñar. Ya no había ni sonrisas ni ayudas en los
repasos. Ni se podía comer, ni se podían levantar sin mi permiso. Para ir al
baño era necesario que preguntaran primero (a todos les decía que sí,
claramente) pero nunca podía haber más de uno a la vez fuera de clase.
A medida que pasaba la hora me di cuenta que
poniéndose un poco dura con ellos se portan mejor. Así ya saben lo que hay. Empezaron
también a participar más e incluso conseguí que el niño que no me tomaba en
serio y que hacía lo que le venía en gana copiara también lo que había apuntado
en la pizarra.
Con los de sexto, igual que con los de
cuarto. Tanto me gusta esa clase que es con los que más tiempo estoy. Se me
pasa la hora sin apenas darme cuenta. En ese aula está Ian, es el rebelde de la
clase, pero también el que más gracia me hace. Es un Don Juan, o por lo menos
lo será cuando crezca un poco. Es guapete, tiene carisma y encima presumido. Hasta
lleva un peine a clase. Por favor, pero ¿qué niño de 12 años lleva un peine?,
es más, ¿qué niño de 12 años se peina? El caso es que ese día se enfadó porque
decidió que ya no quería participar en el juego que yo había preparado. A lo
que sus dos amigos, los que siempre le siguen a todos lados, se levantaron con
toda la intención de imitar sus pasos. A lo que les dije que si Ian era su
jefe. Claramente me contestaron que no. Entonces les pregunté “¿Y por qué hacen
siempre lo que él les dice?” Directamente cogieron y se volvieron a sentar en
el círculo para seguir jugando.
El otro se quedó cabizbajo al final de la
clase y solo cuando ya se estaba acabando el tiempo conseguí que participara. Sé
que soy idiota por preocuparme. Al fin y al cabo estaba intentando llamar la
atención y encima se estaba haciendo la víctima… Llegué a una conclusión: definitivamente
va a tener a las chicas comiendo de la palma de su mano.
Cuando salí Teresa ya estaba esperándome. Estaba
verdaderamente muy cabreada. Su última clase esa con los de tercero. Por lo que
me contó, habían elegido ese día para comportarse como animales de corral,
haciendo lo que les venía en gana, sin escuchar, aprender o hacer bien las
actividades que tanto les gustaban. Agotada la paciencia, Teresa, muy digna,
les echó un rapapolvo digno de admiración. Tras lo cual, salió de la clase sin
mirar atrás. (Si hubiese mirado habría visto un aula donde reinaba un silencia
sepulcral, llena de caras tan tristes y compungidas como si se fuera a acabar
el mundo).
Para el “Sedán” ese día sí que íbamos de lo
más preparadas. No podíamos fallar porque llevábamos… ¡UN BINGO! Gracias a Dios
acertamos, aunque solo a medias porque el caso es que alguno de los ancianitos
no sabe leer ni conoce los números, otros están ciegos o no ven bien … así que
con la tontería me vi haciendo tres cartones y ninguno era mío. Eso sí, le
conseguí un rosario al señor Carlos por hacerle una línea. Si es que tengo
manos de santo.
Uy uy y deberían haber visto a las señoras. Como
se picaron con el juego. Estaban obsesionadas con conseguir un rosario. Hasta tal
punto fue así que llegaron a enfadarse entre ellas porque algunas consiguieron
tres y otras, ninguno. Bueno al final
pasaron una buena tarde. Hicimos bingo con el bingo.
Ya terminando la tarde, cancha. Madre mía
cómo nos reímos esa tarde. Conocimos a Laura, aunque tiene como apodo Emanuel.
Según sus propias palabras: “Mi nombre es Laura, pero todo el mundo por aquí se
empeña en llamarme Emanuel”. Por si aún no lo habéis deducido es transexual. Que
show de persona, ella sola se montaba la fiesta. Que si su nueva colonia Agua
de Jamaica (ron que estaba bebiendo), que si el Parlamento de la cancha, que si
la cobra que te mira… menudo espectáculo. Eso sí, más culta no podía ser. Se conocía
todas las capitales europeas, el funcionamiento de la UE… nos dejó sorprendidas
en todos los aspectos. Como se suele decir, no hay que dejarse engañar por las
apariencias.
Lo malo de ese día es que al ir a la cancha
ya no pudimos disfrutar de una opípara cena a lo español. Pero bueno, ya
conocen la frase hecha, en esta vida no se puede tener todo.
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