martes, 22 de julio de 2014

Día 18

Ese lunes fue diferente. No fue una continuación de nuestra rutina. Muy a nuestro pesar, no pudimos ir a ver a los niños del Paraíso. Sin embargo, el plan alternativo lo justificaba. Tocaba subir con Bob a la aldea Ngobe de Ratón. Madre mía, menudo viajecito. Para empezar nos encontramos una serpiente enorme tirada en el camino. Jamás había visto una tan de cerca. Después, ya cuando estábamos por carretera asfaltada, con muchísimas curvas y cuestas y con una nube rodeándonos por todas partes, pensábamos que esa era la peor parte. Nuestro vecino americano nos sacó de nuestro error.
El asfalto se acabó y comenzamos a ir por un camino de tierra. Definitivamente, jamás he visto tantos baches en mi vida, ni, desde luego, cuestas tan empinadas. En cualquier momento parecía que el coche, que era un 4x4, iba a decir hasta aquí hemos llegado, y se iba a parar en  medio de una de tantas subidas difíciles. Eso sí, fue el viaje en coche más divertido que yo he vivido en los veintiún años que tengo de vida. Me recordó a cuando era niña e íbamos por carreteras de piedras y tierra buscando setas.
Tras una hora (más o menos) para recorrer unos 3 km, llegamos a Ratón. Estaban de reunión. En realidad el motivo por el que subimos fue para llevar cinc, material que usan en la construcción, que actúa como techo de las casas. Allí nos esperaba Ramón, un empleado ngobe de la fundación, que durante la semana vive aquí en San Félix, y los fines de semana va a ver a su familia allá a las montañas. Se le veía bastante metido en su comunidad, y parecía que era él quien dirigía la sesión. Lo cierto es que tampoco podría asegurarlo porque no nos enteramos de nada de lo que dijeron. Hablaban, no en español, sino en ngobe.
Les dejamos allí debatiendo y Teresa, Bob y yo nos fuimos a dar un paseo por el pueblo hasta llegar a la escuela (sí, hasta en esa zona tan inhóspita tenían un colegio). Todo eran cuestas, que nosotros bajábamos a paso de tortuga y con muchísimo cuidadito, pero que los niños descendían corriendo como si les fuera la vida en ello. Los tres nos preguntábamos como era que no tropezaban y caían rodando, cosa que nos habría pasado a nosotros si hubiéramos intentado imitarles. Claramente no lo hicimos.
Como todos los Ngobes, eran tímidos y retraídos. Poco a poco nos fuimos acercando a una casa para intentar conocer a sus ocupantes. Al principio, cuando intentaba hacerles una foto corrían dentro a esconderse. Al final, hasta hubo una madre que se cambió la nagua y puso guapo a su hijo para salir bien en la foto. Todo, polos opuestos.
Cuando volvimos a la “sala de reuniones” Ramón ya había terminado y nos llevó (por cuestas y más cuestas) a su casa. Allí conocimos a su mujer y a su hija pequeña, y comimos en una agradable compañía y literalmente en una cabaña hecha con palmeras, que recuerdan a las de las películas. Jamás me habría imaginado a mí misma en un contexto como ese. Por eso quizás lo disfruté como si se tratara de una gran hazaña.
Desgraciadamente no podíamos quedarnos allí eternamente (principalmente porque los ngobes no ven con buenos ojos a los extranjeros que se quedan en sus tierras). No tuvimos más remedio que bajar de nuevo a la civilización. Aunque por lo menos el viaje de vuelta fue tanto o más divertido que el de ida. 

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