Ese lunes fue diferente. No fue una
continuación de nuestra rutina. Muy a nuestro pesar, no pudimos ir a ver a los
niños del Paraíso. Sin embargo, el plan alternativo lo justificaba. Tocaba
subir con Bob a la aldea Ngobe de Ratón. Madre mía, menudo viajecito. Para
empezar nos encontramos una serpiente enorme tirada en el camino. Jamás había
visto una tan de cerca. Después, ya cuando estábamos por carretera asfaltada,
con muchísimas curvas y cuestas y con una nube rodeándonos por todas partes,
pensábamos que esa era la peor parte. Nuestro vecino americano nos sacó de
nuestro error.
El asfalto se acabó y comenzamos a ir por un
camino de tierra. Definitivamente, jamás he visto tantos baches en mi vida, ni,
desde luego, cuestas tan empinadas. En cualquier momento parecía que el coche,
que era un 4x4, iba a decir hasta aquí hemos llegado, y se iba a parar en medio de una de tantas subidas difíciles. Eso
sí, fue el viaje en coche más divertido que yo he vivido en los veintiún años
que tengo de vida. Me recordó a cuando era niña e íbamos por carreteras de
piedras y tierra buscando setas.
Tras una hora (más o menos) para recorrer
unos 3 km, llegamos a Ratón. Estaban de reunión. En realidad el motivo por el
que subimos fue para llevar cinc, material que usan en la construcción, que
actúa como techo de las casas. Allí nos esperaba Ramón, un empleado ngobe de la
fundación, que durante la semana vive aquí en San Félix, y los fines de semana
va a ver a su familia allá a las montañas. Se le veía bastante metido en su
comunidad, y parecía que era él quien dirigía la sesión. Lo cierto es que
tampoco podría asegurarlo porque no nos enteramos de nada de lo que dijeron.
Hablaban, no en español, sino en ngobe.
Les dejamos allí debatiendo y Teresa, Bob y
yo nos fuimos a dar un paseo por el pueblo hasta llegar a la escuela (sí, hasta
en esa zona tan inhóspita tenían un colegio). Todo eran cuestas, que nosotros
bajábamos a paso de tortuga y con muchísimo cuidadito, pero que los niños
descendían corriendo como si les fuera la vida en ello. Los tres nos
preguntábamos como era que no tropezaban y caían rodando, cosa que nos habría
pasado a nosotros si hubiéramos intentado imitarles. Claramente no lo hicimos.
Como todos los Ngobes, eran tímidos y
retraídos. Poco a poco nos fuimos acercando a una casa para intentar conocer a
sus ocupantes. Al principio, cuando intentaba hacerles una foto corrían dentro
a esconderse. Al final, hasta hubo una madre que se cambió la nagua y puso
guapo a su hijo para salir bien en la foto. Todo, polos opuestos.
Cuando volvimos a la “sala de reuniones”
Ramón ya había terminado y nos llevó (por cuestas y más cuestas) a su casa.
Allí conocimos a su mujer y a su hija pequeña, y comimos en una agradable compañía
y literalmente en una cabaña hecha con palmeras, que recuerdan a las de las
películas. Jamás me habría imaginado a mí misma en un contexto como ese. Por
eso quizás lo disfruté como si se tratara de una gran hazaña.
Desgraciadamente no podíamos quedarnos allí
eternamente (principalmente porque los ngobes no ven con buenos ojos a los
extranjeros que se quedan en sus tierras). No tuvimos más remedio que bajar de
nuevo a la civilización. Aunque por lo menos el viaje de vuelta fue tanto o más
divertido que el de ida.
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