miércoles, 30 de julio de 2014

Día 25

Al Paraíso ya nos acercábamos con cierto aire de tristeza, sabiendo que ese era el penúltimo día que íbamos a ver a nuestros niños. De ellos ya tenemos miles de fotos, pero unas cuantas más no hacen daño. Así que nuevamente llevamos la cámara, lo cual fue una auténtico show. “Déjamela a mí” “Yo no he sacado ninguna foto” “Yo también quiero”.
El aparato iba pasando de manos en manos, y nosotras lo veíamos con el corazón en la garganta. Pero finalmente conseguimos el propósito por el que habíamos llevado la máquina ese día, que era hacernos una foto con toda la clase a la vez. Desgraciadamente faltaban Rigo y Kelly, que estaban enfermos, y Jonathan, que ese día había decidido, simplemente, no aparecer.
Esa jornada era el turno de Helda para dejarnos estupefactas. Estábamos ya haciendo los equipos para jugar al fútbol cuando viene y me dice que su hermana Rosa no puede jugar. No es porque estuviese mal de salud o porque fuese la más pequeña, nada de eso. El caso es que si Rosa vuelve con cualquier rasguño de la escuela, la que recibe la paliza es Helda, por ser la mayor. Y así me quedé, completamente planchada, como cuando Kelly se enfadó por mancharse. Con ese peligro normal que se preocupen por regresar inmaculados a casa…
Además la misma niña, Helda, le contó a Teresa la historia de su vida, que, por decir algo, deja mucho que desear. Parece ser que su padre es alcohólico y que muchas veces no va a trabajar porque tiene que pasar la resaca de la noche anterior. El problema es que esos días, que son la mayoría, la madre tampoco trabaja porque tiene que cuidar de él. Pero es que ya el colmo de los colmos se dio cuando le suelta a Teresa: "Y además la pega". ¡Venga ya, hombre!

El “Sedán” ese lunes fue de descanso. Les habíamos vuelto a llevar el Bingo, pero lo cierto es que ni los ancianos tenían ganas de hacer nada. Y así fue como todos nos vimos sentados en el porche, en el fresco de la tarde lluviosa, haciendo una fila, cada uno a lo suyo y la mayoría leyendo el periódico o la revista de turno. Nada del otro mundo.
El caso es que el descanso nos vino muy bien, porque luego, en cuanto llegamos a casa, nos pusimos a trabajar. Queríamos hacer tortillas para que probaran en el “Sedán” el día siguiente. Madre mía, cuatro horas y media para hacer seis tortillas. Toda la tarde en la cocina, y cómo quedó la cocina. La pobrecita estaba irreconocible. Además tuvimos varios incidentes. El más común fue el del aceite que saltaba en todas direcciones. El más extravagante es que a causa del calor soltado por el aceite se nos derritió el cucharón con el que estábamos haciendo las patatas. Derretido literalmente, hasta tal punto que fui recogiendo los restos de plástico de la sartén poco a poco, hasta que no quedó ninguno.
El esfuerzo, sin embargo, mereció la pena, porque aunque claramente las tortillas no nos quedaron tan ricas como habrían quedado de hacerlas nuestras madres, por lo menos estaban sabrosas y comibles, más que suficiente para realizar un acercamiento al gran manjar culinario español que es la tortilla de patata. 

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