domingo, 6 de julio de 2014

Día 8

Era viernes, y como no teníamos nada más planificado, nos dedicamos a visitar nuevas casas. Nuevas vidas y nuevas historias. Lo cierto es que lo que más nos gusta de esta actividad en particular es poder conocer a gente tan variopinta.

Así acabamos en la casa de la “Yiya” donde pudimos ver a su familia (que no está muy claro que sean realmente sus parientes de sangre o simplemente que la hayan acogido en su hogar). Viven al final de una larga calle, justo en el punto donde el asfalto da paso al camino de tierra, en una casa muy pequeña y que se ve bastante desordenada y deteriorada. En este lugar habitan cinco personas, cuatro mujeres y un niño de apenas 4 años, hijo de una de ellas, sorda y con ciertos síntomas de autismo. Por lo menos a esta familia pudimos llevarle un poco de alegría, o al menos de recursos. Pero desde luego el mejor parado fue el pequeño, que recibió ese colorido camión que se ve en la foto. Quizás el único juguete decente que tenga.


La segunda casa fue la de Alison, una niña de 14 años que tiene un hijo que apenas si roza los tres meses, Luis Ángel. Ambos viven con los hermanos de Alison-la más pequeña solo tiene dos años-y con la madre de esta, que es abuela con solo 29. Quién lo diría, esa edad es a la que se tienen hijos en España. Alison ha abandonado la escuela para poder ocuparse de su bebé durante el primer año, aunque asegura que el próximo pretende retomar sus estudios. Del padre poco o nada se sabe, aunque como dicen algunos, casi mejor. En general, aparte de Alison, la que realmente cuida al pequeño es la abuela, con algo más de experiencia y que afirma que actúa de ambas cosas, tanto de madre como de abuela.

Luego nos paramos a visitar a la señora Irene. Esta mujer apenas puede valerse por sí misma. No camina y los brazos los utiliza muy malamente. Se pasa la vida sentada junto a la puerta de su casa, viendo los días pasar y con un loro como única compañía, que otro cosa no, pero de meter ruido sabe un rato. Ahora mismo se está intentando mejorar un poco su calidad de vida construyéndole un baño a su altura y que pueda utilizar con sus propios medios. Se trata de un proyecto todavía en desarrollo. Sin embargo, a pesar de ser una persona claramente limitada y con grandes dificultades, siempre tiene una sonrisa en la cara y lo cierto es que quiénes la conocen no pueden decir que la hayan visto nunca triste.

Helen y Mario, menudos micos. Corriendo todo el rato de aquí para allá para enseñarnos a su hermanito de unos pocos meses, escondiéndose continuamente en el “armario” solo para salir eventualmente con el fin de enseñarnos algún tesoro escondido, como lo es, en efecto un zapato. Helen ya tiene seis años, por lo que lo normal sería que acudiese a la escuela. Sin embargo no lo hace por dos razones. La primera, porque a su indomable espíritu no le gusta estar encerrado (como demuestra el hecho de que se escapara del colegio los primeros días y volviese andando y sola a su casa. Aclaración, su casa no está cerca). Y la segunda porque el taxista encargado de llevarla a casa no está dispuesto a hacer un viaje solo por ella. El problema es que los pequeños tienen un horario más corto y en el caso de que se quedara a esperar a los mayores, Helen tendría que esperar dos horas todos los días, sola, al taxista. Aquí no parece que haya servicio de comedor o guardería para ocuparse de los niños cuando los padres no pueden ir a recogerlos.

La última visita del día fue a Itzela, una niña de 18 años que también tiene síndrome de down. Es un encanto y muy muy cariñosa. En seguida te abraza y te da besos. Para alegrarle el día le llevamos unos cuantos regalos: una Barbie, un cuaderno y unos pocos jabones (estos últimos para su padrastro, que según ella no lo quiere abrazar porque está muy sudado y huele mal). Por lo general pasa el día sentada en el porche, viendo a su madre y a su padrastro trabajar, e incluso a veces también les ayuda. Dentro de lo que cabe se puede decir que es una chica con suerte.


Para acabar el día volvimos a la cancha a probar suerte de nuevo y… ¡BINGO! Conseguimos jugar. No tuvimos ni que hacer la dificultosa y caótica pregunta porque los jóvenes que estaban allí, antes de que pudiéramos hablar ya nos invitaron a formar equipo con ellos. Fue una buena tarde, nos pasamos cuatro horas jugando, hasta las diez de la noche (no os penséis, aquí las diez es mucho tiempo, teniendo en cuenta que se hace de noche a las siete). Sí, con lo bien que nos lo habíamos pasado nos fuimos con toda la intención de volver todas las tardes, aunque luego las cosas no salieron como planeamos. 

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