miércoles, 30 de julio de 2014

Día 24

El domingo fue diferente al del resto que llevábamos viviendo aquí. Para empezar no fuimos a misa. Y para terminar, fuimos a la comarca. Carlos e Inma estaban deseosos por visitar esa parte de Panamá, así que en seguida nos pusimos en marcha (eso sí, el desayuno de huevos revueltos con hojaldras no faltó).
Una vez llegados a Chamí, la visita de rigor que no podía faltar fue a Lily, Zuleca, Willy y Elidita. También conocimos ese día a otra de las hermanas mayores, que tenía un nombre mucho más normal y fácil de recordar. Rosa. Sin embargo, a diferencia de otras veces, lo que iba a ser una visitilla corta de media hora se convirtió en una auténtica excursión, cuando todas las niñas al completo aceptaron la invitación de Carlos de acompañarnos por las carreteras de la montaña.
Hicimos varias paradas. La primera, la escuela. Fue fundamental porque las pequeñas estaban deseosas de mostrar a sus nuevos amigos visitantes sus clases, el patio, el comedor… vamos, que nos hicieron una guía turística por todo el complejo. La segunda, fue más allá de Cerro Flores, en un pequeño poblado llamado Cerro Flores 2. Lo que es el pueblo lo conformaban una familia al completo, y con ellos que nos quedamos un buen rato hablando y sacando fotos. Sin embargo, muy a nuestro pesar, las hermanas ni siquiera se alejaron dos metros del coche. No fue hasta que volvimos cuando nos explicaron la razón de tan extraño comportamiento. Parece ser que los Ngobes nunca se acercan a familias que no conocen por miedo a asustar a los bebés de estas. La tradición exige que si un desconocido asusta y hace llorar a un niño, este puede morir, por lo que la persona culpable de tal situación se ve en la tesitura de envolver al niño en sus propias ropas para evitar que tal mal suceda. Una superstición que, desde nuestro punto de vista, resulta de lo más extraña.
La tercera parada fue Tugrín. Lo cierto es que de ese pueblo poca cosa vimos. Lo mejor vino después, cuando a la vuelta cogimos el desvío que no era y nos perdimos. Acabamos en el camino que subía hacia ratón, es decir, que básicamente nos recorrimos toda la montaña de cabo a rabo. Pero bueno, por lo menos las niñas lo disfrutaron. Y así es como acabamos en la última parada. Hacha, o más bien en el inicio del camino de tierra que permite llegar a ese pueblo tras varias horas caminando. Allí nos encontramos con algo ciertamente inusual. Había unas pequeñas construcciones, hechas por completo de metal, que resultaron ser una zona de descanso de inmigración. Es decir, destinada al descanso de todos los extranjeros que por las montañas llegaban desde Costa Rica. De tal manera que así, dispuesto en medio de la nada, había dos “habitaciones” con varias literas, una especie de sala de reuniones y un baño (que por cierto utilizamos todas. Hasta se formó cola, en lo alto de la ladera, donde corría un viento que cada vez venía por donde le daba la gana, trayendo con sí la lluvia. Vamos que en la espera nos morimos de frío. Esto es bueno, porque demuestra que en Panamá no todo es calor y sudor).
Ya era la hora de comer, nuestras tripas rugían y además era tiempo de devolver a las niñas a su casa. Porque lo cierto es que para llevárnoslas yo le había dicho a la madre que nos íbamos a hacer una pequeña excursión, que en nada volvían a estar en casa. Desde que mantuve dicha conversación hasta que, efectivamente, volvieron, pasaron como unas cuatro horas o más. Seguro que su madre, en ese tiempo, algún improperio soltó contra mi persona.
Bajamos ya de la inhóspita montaña y disfrutamos de un rico almuerzo, que supo aún mejor porque sabíamos que nos iba a salir bien barato, a pesar de estar comiendo nueve personas. Tras esto las niñas regresaron sanas y salvas y después del tiempo de rigor en su casa, saludando a su madre (que no parecía muy preocupada), nos despedimos, esta vez sí, seriamente, asegurándoles que si volvíamos a Panamá, lo primero que haríamos sería visitarlas.  Así es como comenzó, lo que yo ya llamo, la semana de las despedidas.

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