El domingo fue diferente al del resto que
llevábamos viviendo aquí. Para empezar no fuimos a misa. Y para terminar,
fuimos a la comarca. Carlos e Inma estaban deseosos por visitar esa parte de
Panamá, así que en seguida nos pusimos en marcha (eso sí, el desayuno de huevos
revueltos con hojaldras no faltó).
Una vez llegados a Chamí, la visita de rigor
que no podía faltar fue a Lily, Zuleca, Willy y Elidita. También conocimos ese
día a otra de las hermanas mayores, que tenía un nombre mucho más normal y fácil
de recordar. Rosa. Sin embargo, a diferencia de otras veces, lo que iba a ser
una visitilla corta de media hora se convirtió en una auténtica excursión,
cuando todas las niñas al completo aceptaron la invitación de Carlos de
acompañarnos por las carreteras de la montaña.
Hicimos varias paradas. La primera, la
escuela. Fue fundamental porque las pequeñas estaban deseosas de mostrar a sus
nuevos amigos visitantes sus clases, el patio, el comedor… vamos, que nos
hicieron una guía turística por todo el complejo. La segunda, fue más allá de
Cerro Flores, en un pequeño poblado llamado Cerro Flores 2. Lo que es el pueblo
lo conformaban una familia al completo, y con ellos que nos quedamos un buen
rato hablando y sacando fotos. Sin embargo, muy a nuestro pesar, las hermanas
ni siquiera se alejaron dos metros del coche. No fue hasta que volvimos cuando
nos explicaron la razón de tan extraño comportamiento. Parece ser que los
Ngobes nunca se acercan a familias que no conocen por miedo a asustar a los
bebés de estas. La tradición exige que si un desconocido asusta y hace llorar a
un niño, este puede morir, por lo que la persona culpable de tal situación se
ve en la tesitura de envolver al niño en sus propias ropas para evitar que tal
mal suceda. Una superstición que, desde nuestro punto de vista, resulta de lo
más extraña.
La tercera parada fue Tugrín. Lo cierto es
que de ese pueblo poca cosa vimos. Lo mejor vino después, cuando a la vuelta
cogimos el desvío que no era y nos perdimos. Acabamos en el camino que subía hacia
ratón, es decir, que básicamente nos recorrimos toda la montaña de cabo a rabo.
Pero bueno, por lo menos las niñas lo disfrutaron. Y así es como acabamos en la
última parada. Hacha, o más bien en el inicio del camino de tierra que permite
llegar a ese pueblo tras varias horas caminando. Allí nos encontramos con algo
ciertamente inusual. Había unas pequeñas construcciones, hechas por completo de
metal, que resultaron ser una zona de descanso de inmigración. Es decir,
destinada al descanso de todos los extranjeros que por las montañas llegaban
desde Costa Rica. De tal manera que así, dispuesto en medio de la nada, había
dos “habitaciones” con varias literas, una especie de sala de reuniones y un
baño (que por cierto utilizamos todas. Hasta se formó cola, en lo alto de la
ladera, donde corría un viento que cada vez venía por donde le daba la gana,
trayendo con sí la lluvia. Vamos que en la espera nos morimos de frío. Esto es
bueno, porque demuestra que en Panamá no todo es calor y sudor).
Ya era la hora de comer, nuestras tripas
rugían y además era tiempo de devolver a las niñas a su casa. Porque lo cierto
es que para llevárnoslas yo le había dicho a la madre que nos íbamos a hacer
una pequeña excursión, que en nada volvían a estar en casa. Desde que mantuve
dicha conversación hasta que, efectivamente, volvieron, pasaron como unas
cuatro horas o más. Seguro que su madre, en ese tiempo, algún improperio soltó
contra mi persona.
Bajamos ya de la inhóspita montaña y
disfrutamos de un rico almuerzo, que supo aún mejor porque sabíamos que nos iba
a salir bien barato, a pesar de estar comiendo nueve personas. Tras esto las
niñas regresaron sanas y salvas y después del tiempo de rigor en su casa,
saludando a su madre (que no parecía muy preocupada), nos despedimos, esta vez
sí, seriamente, asegurándoles que si volvíamos a Panamá, lo primero que
haríamos sería visitarlas. Así es como
comenzó, lo que yo ya llamo, la semana de las despedidas.
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