Por fin, después de dos semanas, fuimos a La
Comarca. Todo fue posible gracias a la compañía y experiencia de nuestro vecino
americano Bob. Él ya conoce a varias familias ngobes a las que ha ayudado en
incontables ocasiones (a unos les lleva comida, a otros les construye un
generador para tener electricidad, a otros les hace una pequeña ducha…). Bob
tiene generosidad para todo el mundo, y lo mejor es que muchas veces toda esa
generosidad la paga de su propio bolsillo.
El caso es que tuvimos el privilegio de
conocer a quienes él ya llama “su familia”. Y desde luego que lo es, si tenemos
en cuenta el apego que tiene por todos los indígenas.
Expectantes por el viaje, ese día madrugamos como
ningún otro, solo para poder ducharnos. Esto, os lo aseguro, es una auténtica
proeza por nuestra parte. Por un lado porque si podemos dormir, aunque sean
cinco minutos más, lo haremos y en segundo lugar porque solo tenemos agua fría.
Por mucho calor que haga, recién levantada, lo que menos apetece es que te
tiren un jarro por encima, que es, básicamente, la sensación que da cuando nos
duchamos.
Ya frescas y limpitas nos pusimos en marcha. El
trayecto en el pequeño autobús fue incómodo y a la vez placentero. Incómodo porque
estábamos en el asiento de adelante con el conductor y porque jamás he visto
cuestas tan empinadas, de tal manera que en cada una de ellas parecía que allí
se iba a quedar el busito. Ambas pensábamos interiormente “¡Venga! ¡Venga! ¡Qué
tú puedes!”. Placentero fue por las vistas. En el momento pensé que eran las
más bonitas que había visto hasta entonces. Ahora, he llegado a la conclusión
de que este país solo tiene vistas bonitas.
Una de esas, de las más espectaculares, es Cerro
Flores, nuestra primera visita en la comarca. Allí subimos a llevar comida y
algún que otro regalo a una de las muchas familias que Bob tiene diseminadas
por esta maravillosa tierra. Era la familia de Desiderio. A esta le proveyó de
un generador de electricidad. Es verdaderamente muy chocante ver en una casa de
madera que a duras penas se mantiene, con tres habitaciones en las que viven unas
7 u 8 personas, un conjunto de móviles e incluso un ordenador conectados a una
toma de corriente.
Con respecto a la panorámica, no hay palabras
para describirla, así que aquí os dejo una foto. Pero una cosa he de decir, ni
siquiera la imagen hace justicia de la realidad.
Después tocaba ya acercarse a Chamí, una de
las comunidades que están repartidas entre las montañas. Eso sí, a medida que bajábamos
dábamos globos y chicles a cuanto niño con el que nos cruzábamos. Allí tuvimos
varios sitios que ver. Para empezar otra familia. Al principio eran bastante
tímidos, pero en cuanto les hicimos dos fotos perdieron la vergüenza por
completo y eran ellos los que corrían detrás nuestro pidiendo más y más
imágenes. Esto también tiene su explicación y es que en La Comarca no hay
espejos. De tal manera que para ellos es toda una novedad saber cómo es su
aspecto. ¿Os imagináis crecer sin saber si quiera cómo sois?
Luego visitamos la escuela. Es digna de
admiración. Tiene unos ochocientos alumnos, algunos de los cuales caminan
durante horas solo para recibir una buena educación. Los cursos van desde
pre-kinder (unos 4-5 años) hasta el bachiller (18). Las instalaciones y los
programas de integración que están desarrollando ya les gustaría tenerlos a
algunas escuelas españolas. Además trabajan para alimentar a todos los alumnos,
algunos de los cuales solo reciben una comida al día, esa, la que les
proporcionan en el colegio. Todo esto nos lo mostró Carlos, íntimo amigo de
Bob, y muy implicado en todos los objetivos, a pesar de ser un simple maestro.
Otro de los proyectos que tienen y del que
Carlos se siente también muy orgulloso, es el Internado. Un recinto destinado a
los alumnos que tienen que caminar unas seis horas o más para llegar a la
escuela. Los edificios están completamente remodelados, con varias habitaciones
en las que había cuatro literas. Tienen cocina y hasta duchas con agua
corriente. Un auténtico lujo. Desgraciadamente ahora solo hay espacio para
albergar a unos treinta alumnos. Nada si tenemos en cuenta que el colegio ya
cuenta con ochocientos, número que aumenta por años.
Comer en La Comarca también fue una experiencia.
Fuimos a una especie de tienda/bar donde nos sirvieron tres platos con
hojaldras (una especie de pan dulce con miel) y huevos revueltos. Riquísimo. Y aún
más cuando nos enteramos que todo, bebida incluida, costaba un dólar.
Para terminar el viaje fuimos a conocer a
otra de las familias de Bob. Por la que, bajo la impresión que nos dio, tiene
más cariño. Lily, Willy, Zuleca… todas un auténtico encanto. Por lo que nos
contaron, su padre las abandonó hace algunos años. Ahora están ellas solas con
su madre. Esta no es una historia extraña en La Comarca, ya que los hombres
tienen la costumbre de buscar una pareja más joven cuando la que tienen ya no
puede darles más hijos. No hay parejas fijas entre los indígenas. Ahora es Bob
el que las ayuda en todo lo que puede. Hasta les construyó una pequeña ducha.
En el momento en que llegamos estaban las
niñas solas, pero lo cierto es que fueron de lo más hospitalarias. Se sentaron
con nosotros a hablar, bromear, incluso nos peinaron tanto a Teresa como a mí. También
hubo tiempo para jugar (y también en este caso al ratón y al gato. Debe de ser
un juego muy popular en todo Panamá).
Con gran pesar, sin embargo, llegó la hora de
marcharse. Con sendos abrazos y besos nos despedimos de las niñas y nos dispusimos
a volver a San Félix. De La Comarca nos trajimos fotos, experiencias, pero
sobre todo recuerdos. Y también unas cuantas quemaduras por el sol. E incluso
estas últimas merecieron la pena.
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