martes, 15 de julio de 2014

Día 15

Por fin, después de dos semanas, fuimos a La Comarca. Todo fue posible gracias a la compañía y experiencia de nuestro vecino americano Bob. Él ya conoce a varias familias ngobes a las que ha ayudado en incontables ocasiones (a unos les lleva comida, a otros les construye un generador para tener electricidad, a otros les hace una pequeña ducha…). Bob tiene generosidad para todo el mundo, y lo mejor es que muchas veces toda esa generosidad la paga de su propio bolsillo.
El caso es que tuvimos el privilegio de conocer a quienes él ya llama “su familia”. Y desde luego que lo es, si tenemos en cuenta el apego que tiene por todos los indígenas.
Expectantes por el viaje, ese día madrugamos como ningún otro, solo para poder ducharnos. Esto, os lo aseguro, es una auténtica proeza por nuestra parte. Por un lado porque si podemos dormir, aunque sean cinco minutos más, lo haremos y en segundo lugar porque solo tenemos agua fría. Por mucho calor que haga, recién levantada, lo que menos apetece es que te tiren un jarro por encima, que es, básicamente, la sensación que da cuando nos duchamos.
Ya frescas y limpitas nos pusimos en marcha. El trayecto en el pequeño autobús fue incómodo y a la vez placentero. Incómodo porque estábamos en el asiento de adelante con el conductor y porque jamás he visto cuestas tan empinadas, de tal manera que en cada una de ellas parecía que allí se iba a quedar el busito. Ambas pensábamos interiormente “¡Venga! ¡Venga! ¡Qué tú puedes!”. Placentero fue por las vistas. En el momento pensé que eran las más bonitas que había visto hasta entonces. Ahora, he llegado a la conclusión de que este país solo tiene vistas bonitas.
Una de esas, de las más espectaculares, es Cerro Flores, nuestra primera visita en la comarca. Allí subimos a llevar comida y algún que otro regalo a una de las muchas familias que Bob tiene diseminadas por esta maravillosa tierra. Era la familia de Desiderio. A esta le proveyó de un generador de electricidad. Es verdaderamente muy chocante ver en una casa de madera que a duras penas se mantiene, con tres habitaciones en las que viven unas 7 u 8 personas, un conjunto de móviles e incluso un ordenador conectados a una toma de corriente.
Con respecto a la panorámica, no hay palabras para describirla, así que aquí os dejo una foto. Pero una cosa he de decir, ni siquiera la imagen hace justicia de la realidad.
Después tocaba ya acercarse a Chamí, una de las comunidades que están repartidas entre las montañas. Eso sí, a medida que bajábamos dábamos globos y chicles a cuanto niño con el que nos cruzábamos. Allí tuvimos varios sitios que ver. Para empezar otra familia. Al principio eran bastante tímidos, pero en cuanto les hicimos dos fotos perdieron la vergüenza por completo y eran ellos los que corrían detrás nuestro pidiendo más y más imágenes. Esto también tiene su explicación y es que en La Comarca no hay espejos. De tal manera que para ellos es toda una novedad saber cómo es su aspecto. ¿Os imagináis crecer sin saber si quiera cómo sois?
Luego visitamos la escuela. Es digna de admiración. Tiene unos ochocientos alumnos, algunos de los cuales caminan durante horas solo para recibir una buena educación. Los cursos van desde pre-kinder (unos 4-5 años) hasta el bachiller (18). Las instalaciones y los programas de integración que están desarrollando ya les gustaría tenerlos a algunas escuelas españolas. Además trabajan para alimentar a todos los alumnos, algunos de los cuales solo reciben una comida al día, esa, la que les proporcionan en el colegio. Todo esto nos lo mostró Carlos, íntimo amigo de Bob, y muy implicado en todos los objetivos, a pesar de ser un simple maestro.
Otro de los proyectos que tienen y del que Carlos se siente también muy orgulloso, es el Internado. Un recinto destinado a los alumnos que tienen que caminar unas seis horas o más para llegar a la escuela. Los edificios están completamente remodelados, con varias habitaciones en las que había cuatro literas. Tienen cocina y hasta duchas con agua corriente. Un auténtico lujo. Desgraciadamente ahora solo hay espacio para albergar a unos treinta alumnos. Nada si tenemos en cuenta que el colegio ya cuenta con ochocientos, número que aumenta por años.
Comer en La Comarca también fue una experiencia. Fuimos a una especie de tienda/bar donde nos sirvieron tres platos con hojaldras (una especie de pan dulce con miel) y huevos revueltos. Riquísimo. Y aún más cuando nos enteramos que todo, bebida incluida, costaba un dólar.
Para terminar el viaje fuimos a conocer a otra de las familias de Bob. Por la que, bajo la impresión que nos dio, tiene más cariño. Lily, Willy, Zuleca… todas un auténtico encanto. Por lo que nos contaron, su padre las abandonó hace algunos años. Ahora están ellas solas con su madre. Esta no es una historia extraña en La Comarca, ya que los hombres tienen la costumbre de buscar una pareja más joven cuando la que tienen ya no puede darles más hijos. No hay parejas fijas entre los indígenas. Ahora es Bob el que las ayuda en todo lo que puede. Hasta les construyó una pequeña ducha. 
En el momento en que llegamos estaban las niñas solas, pero lo cierto es que fueron de lo más hospitalarias. Se sentaron con nosotros a hablar, bromear, incluso nos peinaron tanto a Teresa como a mí. También hubo tiempo para jugar (y también en este caso al ratón y al gato. Debe de ser un juego muy popular en todo Panamá).

Con gran pesar, sin embargo, llegó la hora de marcharse. Con sendos abrazos y besos nos despedimos de las niñas y nos dispusimos a volver a San Félix. De La Comarca nos trajimos fotos, experiencias, pero sobre todo recuerdos. Y también unas cuantas quemaduras por el sol. E incluso estas últimas merecieron la pena. 

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