La de ese sábado fue la mejor excursión hecha
hasta la fecha, según mi punto de vista. El día anterior habían venido Carlos e
Inma, amigos del padre de Teresa, quienes ya conocían la zona, y que nos
prepararon un buen paseo (por llamarlo de alguna manera).
Para empezar bien el día desayunamos una
comida de lo más abundante (es extraño, pero a pesar de estar en un país donde
la mitad de la población pasa hambre, lo cierto es que no habíamos comido tanto
en nuestra vida. Si es que nos tienen viviendo entre algodones). Y luego en
seguida nos pusimos en marcha.
La primera parada fue Boquete. Fuimos a ver
las plantaciones de café, y más específicamente la finca Lérida. Nada, fue como
hacer senderismo por el campo, pero el doble de interesante y bonito. Lo mejor
de todo (aparte de conocer las plantaciones de café, que jamás en nuestra vida
habíamos visto, ni siquiera nos lo imaginábamos) fue el viajecito que hicimos
para ver la cascada. En este caso fue el propio paseo lo que mereció la pena,
porque lo que era la cascada en sí… pues lo cierto es que era simplemente un
chorro de agua que resbalaba por la roca. Ay, pero el camino, eso sí que es
digno de recordar. Empinadísimo, todo el tiempo con desniveles. Sí que había
una valla, el problema es que aún no he decidido si era más seguro o menos el
hecho de agarrarse a ella o no, porque muy sujeta tampoco es que estuviese. Por
cierto, casi se me olvida, ya cuando estábamos en lo que era la cascada no se
me ocurrió hacer otra cosa que resbalarme y caerme. Ahí me quedé, atravesada en
una rama. Lo cierto es que era de esperar que a alguno nos pasara. Pero desde
luego, lo mejorcísimo, mejorcísimo, fue nuestro pequeño vuelo en liana. Mejor
que un columpio, os lo aseguro.
La siguiente parada ya fue la comida. Típica
panameña. Es decir pollo, aunque en esta ocasión, pudiendo elegir, prescindimos
del arroz. Acabamos pronto porque estábamos deseando llegar al siguiente punto
del día. Aquí lo llaman Boca Chica, pueblo Horconcito. Zona en la que se pueden
alquilar barquitas durante un tiempo para dar una vuelta por todas las islas
que hay por ahí, perdidas en el Pacífico. Solo una palabra. Precioso. Todas
ellas eran un pequeño mundo. Pero es que en la que definitivamente nos bajamos
era un sueño. Una película. Una pequeña isla, llena de vegetación, con un
playita desierta y en la que se veía, en su zona más alta, una bandera negra
(que dimos por supuesto que era pirata), ondeando al viento. Desde luego no
pudimos desaprovechar esa oportunidad y nos quedamos un rato para disfrutar un
poco de la arena y del mar. Fue la primera vez que nos metimos en el Pacífico a
una altura que nos cubría incluso la cabeza. Fue fantástico. Desde luego, nos
dio muchísima pena abandonar aquella isla pirata. Con razón le decía yo a
Teresa que ojalá pudiera quedarme a vivir allí.
El caso es que la excursión terminó y ya era
tiempo de regresar a casa. Nos despedimos del barquero y de Boca Chica, esperando
poder regresar algún día, fundamentalmente en octubre, ya que el dicho barquero
nos repitió encarecidamente que esa era la mejor época si queríamos ver
ballenas.
Y ya la última parada, la cena. Y es que al
igual que una brillante actuación debe tener un gran final, también nuestro
viaje debía contar con él. Así que nos dirigimos a Las Lajas, a su famosa
pizzería italiana (que todavía no habíamos visitado) y comimos lo que no está
escrito. Resumiendo, Teresa y yo, cada una, nos comimos una pizza entera. Os
aseguro que el tamaño no era pequeño. Solo queda decir una cosa. DELICIOSA (tanto la cena como la excursión).
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