jueves, 24 de julio de 2014

Día 23

La de ese sábado fue la mejor excursión hecha hasta la fecha, según mi punto de vista. El día anterior habían venido Carlos e Inma, amigos del padre de Teresa, quienes ya conocían la zona, y que nos prepararon un buen paseo (por llamarlo de alguna manera).
Para empezar bien el día desayunamos una comida de lo más abundante (es extraño, pero a pesar de estar en un país donde la mitad de la población pasa hambre, lo cierto es que no habíamos comido tanto en nuestra vida. Si es que nos tienen viviendo entre algodones). Y luego en seguida nos pusimos en marcha.
La primera parada fue Boquete. Fuimos a ver las plantaciones de café, y más específicamente la finca Lérida. Nada, fue como hacer senderismo por el campo, pero el doble de interesante y bonito. Lo mejor de todo (aparte de conocer las plantaciones de café, que jamás en nuestra vida habíamos visto, ni siquiera nos lo imaginábamos) fue el viajecito que hicimos para ver la cascada. En este caso fue el propio paseo lo que mereció la pena, porque lo que era la cascada en sí… pues lo cierto es que era simplemente un chorro de agua que resbalaba por la roca. Ay, pero el camino, eso sí que es digno de recordar. Empinadísimo, todo el tiempo con desniveles. Sí que había una valla, el problema es que aún no he decidido si era más seguro o menos el hecho de agarrarse a ella o no, porque muy sujeta tampoco es que estuviese. Por cierto, casi se me olvida, ya cuando estábamos en lo que era la cascada no se me ocurrió hacer otra cosa que resbalarme y caerme. Ahí me quedé, atravesada en una rama. Lo cierto es que era de esperar que a alguno nos pasara. Pero desde luego, lo mejorcísimo, mejorcísimo, fue nuestro pequeño vuelo en liana. Mejor que un columpio, os lo aseguro.
La siguiente parada ya fue la comida. Típica panameña. Es decir pollo, aunque en esta ocasión, pudiendo elegir, prescindimos del arroz. Acabamos pronto porque estábamos deseando llegar al siguiente punto del día. Aquí lo llaman Boca Chica, pueblo Horconcito. Zona en la que se pueden alquilar barquitas durante un tiempo para dar una vuelta por todas las islas que hay por ahí, perdidas en el Pacífico. Solo una palabra. Precioso. Todas ellas eran un pequeño mundo. Pero es que en la que definitivamente nos bajamos era un sueño. Una película. Una pequeña isla, llena de vegetación, con un playita desierta y en la que se veía, en su zona más alta, una bandera negra (que dimos por supuesto que era pirata), ondeando al viento. Desde luego no pudimos desaprovechar esa oportunidad y nos quedamos un rato para disfrutar un poco de la arena y del mar. Fue la primera vez que nos metimos en el Pacífico a una altura que nos cubría incluso la cabeza. Fue fantástico. Desde luego, nos dio muchísima pena abandonar aquella isla pirata. Con razón le decía yo a Teresa que ojalá pudiera quedarme a vivir allí.
El caso es que la excursión terminó y ya era tiempo de regresar a casa. Nos despedimos del barquero y de Boca Chica, esperando poder regresar algún día, fundamentalmente en octubre, ya que el dicho barquero nos repitió encarecidamente que esa era la mejor época si queríamos ver ballenas.
Y ya la última parada, la cena. Y es que al igual que una brillante actuación debe tener un gran final, también nuestro viaje debía contar con él. Así que nos dirigimos a Las Lajas, a su famosa pizzería italiana (que todavía no habíamos visitado) y comimos lo que no está escrito. Resumiendo, Teresa y yo, cada una, nos comimos una pizza entera. Os aseguro que el tamaño no era pequeño. Solo queda decir una cosa. DELICIOSA (tanto la cena como la excursión). 

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